viernes, 26 de mayo de 2017

Nechita, mi abuelo

Lo miraba como estaba allí tumbado, sin moverse, y por lo que yo veía solo reconocía los bigotes grandes. Esta vez sin torcer y más cortos. Olía a hospital. Olía a algo que jamás olvidaré. El olor de la muerte, para mí, es ese olor. No tenía miedo de él, aún siendo el primer muerto que había visto. No lloraba. No lloraba la abuela, no lloraba yo tampoco. Sabía, quizás, que tenía que irse... y se fue.
Cuando volvimos todos del entierro, después de que toda esa gente que había venido a la pomana para el alma de Nichită, la abuela empezó a gritar. Se vio de repente sola. Fue entonces cuando entendió que Nichită se fue tal y como prometió, pero que nunca más volverá tal y como se fue. Volvió un cuerpo que no se parecía a él. Ni siquiera lo era, porque él se quedo en las colinas de Bărăgan. Y ahora, sola en el jardín, en la casa, en la vida, entendió lo que nunca significa: un mañana, un pasado, un día tras otro sin su Nichită. Rota en dos. Y él ni siquiera había mirado atrás. Ni siquiera había hecho un gesto, ni una palabra, nada. Solo sus pequeños pasos cuesta abajo, como si quisiera atrapar el destino que de todas formas lo esperaba, por mucho que se hiciera esperar.
( ... )
Me asustó un ruido raro, de avión que vuela muy bajo, como si cayera. Miré arriba, el cielo azul estaba vacío, ni siquiera había nubes. Y el viento no soplaba. Pero las ramas del álamo se movían. Ese ruido era como el de las películas con los Caballeros Teutónicos, con sus trajes de hierro. Así se escuchaba, como unas cadenas que se golpeaban unas con otras. Me paré en medio del patio y me quedé de piedra. Mi abuelo vestido con su camisa blanca, sus largos pantalones, me sonreía desde la puerta del jardín, cerca de la antigua pocilga pegada a la casa.
Volví la cabeza gritando:
-Abuelitaaa, abuelitaaa, el abuelo, ¡mira, el abuelo…! –y miraba contenta de que el abuelo haya vuelto a mi abuela.
Cuando volví la mirada hacía el lugar en el que hace unos instantes estaba el abuelo, no había nadie, nada. Miraba a mi abuela, ella estaba con un maíz humeante en la mano extendida, con la cara roja. Echó a llorar y entonces lloré yo también con ella, por primera vez lloré por mi abuelo.
Había vuelto a irse. ¿Por qué? ¿Por qué había venido y por qué no ha dicho nada? ¿Por qué se escondía de mi abuela? Seguía enfadado porque no lo ha despertado. Seguro que es por eso, pensaba yo.
Y la abuela me abrazaba, quizás sorprendida por el hecho de que, por la nostalgia, había empezado a ver cosas.
Pero a mí nadie en este mundo me puede convencer de que entonces no era mi abuelo el que había estado en el patio, seis semanas después de su entierro.
( Fragmentos del libro ”El Sueño - Liana Mânzat )

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